Cuando se tiene discapacidad visual y se es madre, y debe ser igual cuando se es padre, nos invaden sentimientos difíciles. Porque uno tiene el concepto de que los padres son quienes cuidan, guían, orientan, llevan de la mano a sus hijos, pero cuando la mamá o el papá es ciego o tiene baja visión, son los hijos, por más pequeños que sean, quienes nos guían , orientan y llevan de la mano. Eso nos produce un sentimiento de impotencia muchas veces, porque no queremos que nuestros hijos nos sientan como una carga de quien se deben ocupar, o porque nos gustaría poder ayudarles en cosas que por la falta de vista creemos que no podemos. Nos sentimos tristes, impotentes, culpables, etc…
Pero un día nos damos cuenta que ellos pueden con eso y mucho más, que se sienten orgullosos de nosotros, de nuestro esfuerzo, que son capaces de tener una sensibilidad mayor ante las limitaciones de los demás, que son independientes y pueden decidir por ellos mismos, que se sienten apoyados y no notan limitaciones en nosotros, sus padres que no ven.
Es maravilloso poder confiar unos en los otros, ser “equipo” y dejar que ellos nos guíen cuando es necesario y que se refugien en nosotros cuando nos necesitan. Recorrer los caminos laberínticos que al principio presenta la baja visión y la niebla que nos invade para siempre la vista es mucho más fácil si comprendemos que debemos dejar que nos ayuden especialmente nuestros propios hijos, y darnos cuenta que ellos nos necesitan para sentirse seguros también. Nuestros hijos nos dan la luz que nos hace falta, y nosotros a ellos.
Noté esa sensibilidad tan particular en los hijos de Carlos, un amigo ciego, que fueron los primeros niños que conocí en esa situación, y así seguramente son todos los hijos de personas con discapacidades.
Mis hijas tienen eso también, y no hizo falta explicarles nada, ellas supieron de bebes que mamá no veía e instintivamente lo solucionaban por ejemplo cuando yo les acercaba una cuchara con papilla a su cara ellas me tomaban la mano y se la llevaban a su boca, e infinitas cosas más.Hoy que tienen 9 y 5 años me acompañan al supermercado y se fijan que la carne no tenga mucha grasa, que los tomates no estén verdes, qué jabón está en oferta, etc. Si ven una persona con bastón blanco o verde les ofrecen ayuda, prestan mucha atención antes de cruzar una calle, son especialmente atentas con compañeritos que usen anteojos, que presenten alguna limitación física o sensorial.
Así es mi hija mayor y la pequeña nos demostró lo mismo el día que fuimos a la reinscripción para primer grado en la escuela donde conoció a su maestra y mientras esperábamos que nos atienda a nosotros, una mamá con su hijita le explicaba que la niña no ve bien, y al salir de la escuela mi pequeña nos dijo que ella se sentaría junto a aquella niña para poder ayudarla si lo necesitaba… Con ellas no existe limitación alguna.
Fuimos a un laberinto en un lugar increíblemente maravilloso, rodeado de montañas, enclavado en lo alto de un valle verde y al que se accede bordeando un río cristalino. Tras un pequeño camino de pinos y abetos sorprendentemente de distintos tonos de verde y amarillo, (cuando generalmente las coníferas son verdes), uno se encuentra con un paisaje infinitamente bello, con el laberinto imponente en el centro del valle. Fue armado con distintos tipos de cipreses, ligustrines, todo tipo de vegetación que le da ese aroma y color tan especial que tienen los cercos vivos. Tiene aproximadamente 8.000 metros cuadrados, con 2.200 metros de sendero y un circuito con nueve puertas a descubrir. Allí entramos mi marido, mis nenas y yo, todos juntos (las chiquis no hubiesen entrado sin mi, no al menos esa primera vez en el laberinto, porque ellas se sienten más seguras si estoy yo. Vea o no.). Como una representación casi de la vida, nos metimos, recorrimos los senderos, nos perdimos, tomamos decisiones sobre cuál camino seguir, fracasamos, retomamos y finalmente encontramos la salida hacia un hermoso puente de madera que pasaba sobre un estanque con peces de colores, un verdadero paraíso, como premio a intentar y conseguir llegar sin volver hacia atrás. Si bien entramos todos juntos, enseguida nos separamos, mis hijas, recorrían solas, por su cuenta. En algunas bifurcaciones nos encontrábamos y volvíamos a tomar caminos diferentes, todo el tiempo yo las escuchaba reír y decidir qué sendero tomar y finalmente ellas encontraron la salida, mientras mi esposo y yo seguíamos dando vueltas, caminando tranquilos, disfrutando del recorrido entre paredes verdes y vivas, bajo un cielo limpio y azul, pisando un suelo tierno de césped y respirando ese aire puro.
Nuestras hijas desde la salida nos llamaban tratando de indicarnos el camino, guiándonos hasta ellas, como en la vida… Escuchamos sus recomendaciones y encontramos la salida y el puente sobre el estanque transparente. Los cuatro juntos nos reímos, sacamos fotos, y volvimos a entrar para hacer el camino inverso y encontrar la entrada… Ya mucho más fácilmente.
Estar en lugares así es como entrar dentro de un cuadro. La total inmensidad tan limpia coloreada de azul, verde en todos sus tonos y amarillo envuelven a quienes como pequeños seres entran allí pidiendo permiso a la perfección para irrumpir en ella. Y me dí cuenta que tal cual, así es la vida, como ese laberinto, donde todos se pierden, no importa si ven o no, buscan, recorren caminos, guían y son guiados, algunos encuentran la salida pronto, otros tardan más, pero al final, con calma, escuchando la voz de quienes nos aman, sean nuestros padres o nuestros hijos, llegamos al paraíso.
Los miedos y las culpas no nos llevan a ningún lugar, cuando nos aceptamos y entendemos que todos nos necesitamos y que no hay nadie mejor que nuestros propios hijos, que tienen incorporado naturalmente nuestra situación, para guiarnos, podemos encontrar la salida a cualquier laberinto, aún sin ver.

 

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