Listas de espera: CAMINO A LA IRRELEVANCIA.
La sanidad pública no es de la Administración. Es de todos.
Hubo un tiempo, al comienzo de la descentralización de las competencias sanitarias en España (la ley de creación del SAS es de 1986), en el que las listas de espera se consideraban como una realidad consustancial a la sanidad pública: el dogma decía que, ante una demanda creciente que tendía al infinito y una disponibilidad de recursos limitada, la modulación de la respuesta del prestador de la asistencia conforme a sus propias capacidades operativas y de tesorería era una decisión de manual. Era un relato pactado entre todos los agentes con intereses en la sanidad pública (políticos, económicos, laborales, profesionales) excepto uno: los pacientes, una faceta (no un subgrupo) de una ciudadanía aún balbuciente en su minoría de edad. La única solución aplicable al problema de las listas de espera en este planteamiento era el dinero: las listas de espera se resuelven, dentro de lo socialmente aceptable en un momento dado, pagando el incremento de actividad. Con más conciertos, con más ampliaciones de horario o con más personal. A la ciudadanía no le quedaban más opciones en ese marco de juego que la picaresca o la paciencia. No hay que ser un lince para caer en la cuenta de que quienes peor lo pasaron y lo pasan en este escenario fueron, son, los de siempre: quienes no tienen habilidades, medios ni contactos para buscarse la vida en el laberinto administrativo-asistencial.
En su lenta marcha hacia su configuración como sistema (siempre incompleta, hoy paralizada y ahora con signos evidentes de involución), la sanidad pública española en general y (muy especialmente) la andaluza en particular ha sido capaz de avanzar en la complejidad del análisis de la situación y en la calidad de la toma de decisiones de manera innegable: elementos como los procesos asistenciales integrados, la carrera profesional y la gestión clínica ejercieron como catalizadores de los recursos económicos disponibles en tiempos de abundancia, pongamos los primeros años 2000. Sin embargo, el sesgo de la fascinación tecnológica fue poniendo el foco de la excelencia en el ámbito hospitalario, olvidando las necesidades estructurales de una Primaria que quizá tenga poco glamour pero es quien está al lado de las personas reales con problemas reales, y la mesocracia sanitaria y tecno-política fue instaurando en un juego de eunucos de palacio y de boyardos territoriales la tiranía del indicador, dejando en un segundo plano su fundamento último, los valores. Hasta, en algunos casos, llegar al encanallamiento de obligar al personal sanitario a confrontar violentamente la deontología profesional con determinados objetivos de los acuerdos de gestión.
Ello produjo como resultado la instauración del desaliento en los centros de salud y del cinismo en los hospitales en cuanto se redujo la potencia del flujo financiero extra pensado en su origen no para abordar un problema de coyuntura (los planes de choque solo benefician a quienes han generado esa situación) sino para establecer algoritmos de decisión estables que permitiesen una gobernanza sensata y serena, no sincopada, de la organización asistencial, incorporando a su diseño a su mayor activo: el conocimiento de los profesionales. Eso, en puridad, son los decretos de garantías de tiempos de respuesta y es la cultura profesionalista que lideró una incipiente descentralización interna, en vísperas de la Gran Crisis iniciada hace diez años, que fue finalmente estrangulada por la falta de financiación (terrible, el año 2012), la miopía en la definición de prioridades en el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía, el ruido de sables de los notables que no quisieron perder una micra de poder, una opinión pública justamente ofuscada y a la vez presa de su propia ignorancia culpable, una cultura política de partido desconectada de la calle y el hundimiento de la credibilidad de la organización asistencial ante los mejores profesionales, que se pusieron de perfil ante la enésima llamada al compromiso, en realidad una elegía por los valores muertos de una religión que seguía encendiendo velas en un templo vacío y cuya principal respuesta ante las nuevas demandas de la ciudadanía consiste ahora en una proliferación legislativa y documental carente de contenido operativo, quizá digna aún de veneración para algunos pero, desde luego, no de crédito.
Todo esto conduce a la sanidad pública a caminar hacia la irrelevancia. Ello no tendría más interés que el que pueda sugerir a los aficionados al taxidermismo si no fuera porque la sanidad pública no es un don del poder, sino una conquista social. Una de las tres o cuatro expresiones institucionalizadas del bien común en las que se reconoce aún la gran mayoría de nuestra sociedad.
Lo preocupante de la coyuntura actual es que se parece demasiado a un déjà vu de los pasados años 80 (una sociedad en construcción se asemeja en cierto sentido a una sociedad en demolición) y lo que da miedo es que, si no se hace nada diferente a lo que se está haciendo, la sanidad pública andaluza puede entrar en un bucle tipo Día de la Marmota que se lleve por delante la única red de seguridad de la que disponen miles y miles de familias ante las consecuencias de la enfermedad. Cada país con Historia tiene sus instituciones, sus señas de identidad. En el nuestro, parece que la solidaridad entre rentas, generaciones y situaciones de salud aún es un pilar esencial de la convivencia. En otros, no. En otros, ponerse enfermo es la primera causa de pérdida de la vivienda habitual: porque tienes que rehipotecarte para pagar la factura médica. Si dejamos caer a la sanidad pública, eso puede pasar aquí.
La crisis de las listas de espera en Andalucía es, en realidad, una llamada a la activación de la conciencia crítica de la ciudadanía. A un compromiso ético con consecuencias. A pasar de la queja a la propuesta. A la lucidez de saber que no existen soluciones simples para problemas complejos. Ya no vale pedir que caiga el maná para resolver lo mío. No hay de todo para todos. Precisamente, el error esencial de la Junta de Andalucía en este asunto ha consistido en no reconocerlo, por miedo a un desgaste irreparable en una demoscopia electoral que se tambalea.
La sanidad pública no es de la Administración. Es de todos. Y eso significa que la ciudadanía tiene que empezar a preguntarse qué sanidad pública quiere, cuánto está dispuesta a pagar por ella y cómo se va a implicar, individual y colectivamente, en su cuidado y en su gobernanza.
Alfonso Pedrosa
@alfonsopedrosa
Periodista especializado en sanidad