Mi experiencia con la miopía Magna. La vida a baja resolución
Por V.P.
NOTA ACLARATORIA
Lo aquí recogido responde a parte de las experiencias vividas por mi hermana y por mí con respecto a la miopía magna que ambas padecemos. Por tanto, todo lo expresado debe tomarse como un testimonio subjetivo de una paciente, y no como una verdad absoluta. Recordemos que una misma experiencia puede ser calificada como positiva por una persona y negativa por otra. En tal caso, hay que tener en cuenta que ambas opiniones son válidas y no tienen por qué excluirse entre ellas.
Toda voz debe ser, al menos, escuchada.
EL COMIENZO: UNA SIMPLE MIOPÍA, NADA MÁS
Con apenas cinco años, a mi hermana mayor le pusieron gafas. Fue ahí cuando empezó su miopía. La mía llegaría unos años después, cuando no había cumplido los once. El primer diagnóstico lo hizo la profesora de quinto grado. Mis continuos dolores de cabeza en clase y el achicamiento de ojos para ver mejor la pizarra fueron los únicos indicadores que precisó para decirme que, como mi hermana, iba a necesitar gafas. Su pronóstico se cumplió. Las gafas llegaron también a mi vida, siguiendo la estela de mi hermana. Sin embargo, el camino que yo recorrería no sería el mismo. Mi relación con la miopía iría a cámara rápida. A pesar de llevarme algo más de un lustro de ventaja, en apenas unos dos o tres años, mis dioptrías ya no solo estaban a la par de las de mi hermana, sino que empezaron a sacarles ventaja. Los oftalmólogos a los que consultamos solo acertaron a decirnos que era debido a que mi miopía se había manifestado en un período conflictivo, cuando las niñas entran en la preadolescencia y encaran cambios hormonales. Con catorce años, mis dioptrías ya andaban por las cinco y media, rozando lo que se conoce como miopía magna. Aunque en aquellos años (estamos hablando de los noventa), ningún médico usó ese término conmigo o con mi hermana. Simplemente, teníamos miopía, más alta que la mayoría de las personas, pero solo era miopía al fin y al cabo. Nada más.
MIOPÍA MAGNA, LA NIÑA FEA DE LA OFTALMOLÓGÍA Y LOS TRATAMIENTOS QUE NO TRATABAN
Ante el avance constante de mis dioptrías y nuestras repetidas consultas a los especialistas, la única propuesta que nos dieron como tratamiento fueron unas pequeñas pastillas redondas y de un vistoso color verde de nombre Antomiopic. Esa fue toda la solución que nos ofrecieron. A pesar de algún comentario sobre las altas dioptrías que mi hermana y yo teníamos a tan temprana edad, ninguno de los oftalmólogos le dio mayor importancia. Las visitas regulares se limitaban a hacernos recitar las letras y simbolitos de la tabla optométrica, torcer el gesto ante el aumento progresivo de las dioptrías y finalmente hacer la prescripción para el cambio de cristales de las gafas. Eso era todo. En un tiempo en el que todavía no había irrumpido Internet, en mi familia apenas teníamos más esperanzas que las que nos habían dado los médicos: la pastilla verde, un complejo vitamínico en realidad que, por aquel entonces, tomábamos religiosamente como si fuera la panacea a nuestra mala visión. Nada más lejos de la realidad. Con el tiempo y el imparable aumento de mis dioptrías, los oftalmólogos no eran capaces ya de darme ninguna explicación coherente de aquella tendencia al alza de las dioptrías, y ya no me vendían aquella pastillita como una forma de frenar la progresión de la miopía. Y entonces llegó el silencio de los médicos, cuya respuesta cambió a una de índole menos científica y más espiritual. Sin tratamientos, sin medicinas, lo único que podíamos hacer era cruzar los dedos, rezar y esperar a que la miopía se asentara y dejara de aumentar. «Quizá —decían—, cuando la niña pase la adolescencia, cuando termine ya su desarrollo. Quizá».
O quizá no.
La miopía magna ha sido la niña fea, la gran olvidada de la oftalmología durante mucho tiempo. En los años ochenta y noventa apenas se nos ofrecía ningún tratamiento a los pacientes. Además, faltaban aún unos pocos años para la llegada de Internet, así que no teníamos acceso a mucha información ni testimonios de otros afectados. Ni nada. Apenas lo que nos decían en consulta y lo que nos llegaba de las pocas noticias e intercambios sociales. Recuerdo que en una óptica nos hablaron de una técnica bastante novedosa por entonces: la ortoqueraltología, una subespecialidad de la contactología que nos dio una efímera, muy efímera, esperanza. Porque resultó ser una adaptación a la vida real de la magia de la Cenicienta. Como en el cuento, había un límite de tiempo, unas campanadas que sonaban a medianoche rompiendo el hechizo. Con la ortoqueraltología pasaba precisamente eso. Esta técnica, consistente en unas lentes especiales, usadas sobre todo de noche, permitía cambiar la refracción del ojo induciendo el aplanamiento central de la córnea. Así, durante un período corto de tiempo, no tenías miopía ni precisabas de gafas. Pero, como digo, era un período corto de tiempo. Y cuando este se agotaba, los pacientes sometidos a esta técnica recuperaban, no sus ropas harapientas y manchadas de cenizas, sino sus visiones borrosas y sus molestas gafas. Para más inri, una vez que nos evaluaron a mi hermana y a mí para ver si éramos candidatas a esta técnica, nos encontramos con que, en nuestro caso, con tantas dioptrías no era factible. Y es que no todo el mundo tiene un hada madrina para hacer pequeños milagros. Desde luego, mi hermana y yo no la teníamos. Fue la segunda opción de tratamiento con la que nos habíamos topado. Y el marcador ya estaba 2-0 en nuestra contra.
Y entonces, mi padre escuchó hablar sobre un barco. EL BARCO. Así, con mayúsculas. Porque el barco traía como cargamento el futuro, ese período de tiempo al que muchos miramos poniendo en él todas nuestras esperanzas de que allá, en ese lugar lejano e inconcreto, estarán las soluciones a nuestros problemas. Un mediodía de aquellos años noventa, mi padre vio en las noticias que a España iba a arribar un barco en el que operaban la miopía. La poca información que daban era que los médicos que viajaban en él podían quitarte las dioptrías y que no tendrías que usar gafas nunca más en tu vida. La alegría, la esperanza y la emoción fueron enormes. Todavía recuerdo una conversación que tuve en aquel tiempo con mi padre. Le pregunté si sería verdad lo que decían de ese barco, si llegaría un día en el que yo me despertaría en la cama y no tendría que ir a tientas hasta el estante donde guardaba las gafas por la noche. Si podría ser como la «gente normal»: abrir los ojos y ver bien. Mi padre sonrió y dijo que seguramente en el futuro se cumpliría. Entonces, la esperanza y el futuro eran lo único que teníamos y nos agarramos a ellos como si fueran los restos de un naufragio.
En principio, decidimos esperar un tiempo a que hubiera más noticias sobre el misterioso barco y los pacientes que se sometían a esa intervención. Durante las siguientes visitas regulares a los oftalmólogos, íbamos recabando algo más de información. No mucha, la verdad. Todavía pasarían unos años más hasta que la técnica para quitar las dioptrías se asentara en nuestro país. Y ya no sería en un barco. Ya habría llegado a las clínicas oftalmológicas. Empezamos a saber de gente que se operaba y en apenas un ratillo volvía a tener una visión normal. Y ya no eran personas desconocidas, sino el compañero de trabajo de mi padre, o el primo de mi amigo o la vecina del tercero.
El milagro ya casi nos rozaba.
Sin embargo, en nuestro caso habíamos olvidado un factor importante. Un factor decisivo. Que la nuestra, la de mi hermana y la mía, no era simple miopía. Era miopía magna. Y aquellas intervenciones tenían un límite a la hora de quitar las dioptrías y sacar de tu vida las gafas y las lentillas. Por supuesto, ni mi hermana ni yo éramos candidatas. Aún no lo somos. En 2021, todavía no somos candidatas. Y por mi parte, ya ni lo espero.
Marcador: 3-0.
LA INFANCIA Y LA VIDA MAGNIFICADA
Cuando la miopía —la magna, quiero decir—, irrumpe en la vida de los más pequeños, los lleva a realizar algunos reajustes y renuncias desde muy temprana edad. El primero y más común es tener que cambiar de sitio en el aula y reubicarse en las primeras (y menos deseadas, por cierto) filas de la clase. Cada año escolar, el alumno tendrá que repetir ese pequeño ritual e informar al nuevo profesor de su problema de visión. Y así, cada cambio de mesas (a veces, uno por trimestre escolar), el alumno con miopía magna verá reducida sus posibilidades de acceder a más sitios del aula. Además, esta dinámica le acarreará cierta condición de «especial» a ojos de sus compañeros. Esta es una de las primeras experiencias en las que un niño con miopía magna sentirá que hay una extraña línea divisoria entre él y los demás. Con el tiempo, esta línea se irá haciendo más clara y tangible, por desgracia.
El momento del recreo marca también un período importante y a veces conflictivo en los pequeños con magna. Al contrario que otros niños con pocas dioptrías, aquellos que sufren la alta miopía no tienen la opción de quitarse las gafas para jugar un rato. Por supuesto, jugar con gafas es limitante y hace que el niño sea más temeroso en las actividades físicas y los juegos. Miedo a que el balón le dé en la cara, miedo a que con el sudor, las gafas resbalen y se caigan, miedo a saltar a la comba y que las gafas salgan volando, miedo a hacer laterales, el pino y cualquier otra acrobacia típica de esos años… Miedo a tantas cosas. Porque si hay algo de lo que es consciente el niño con miopía magna, es que las gafas no son indestructibles. Y todos estos pequeños miedos de que las gafas se rompan por estos juegos se sustentan en dos temores fundamentales:
- √ La dependencia y vulnerabilidad. Esto es, el niño de miopía magna al que se le rompen las gafas queda en situación de vulnerabilidad. No ve bien. Apenas podrá caminar sin tropezar o perderse, reconocer rostros o hacer cualquier actividad de la vida cotidiana. Sin gafas, dependerá en gran parte de la ayuda de los demás.
- √ El coste elevado de las gafas, del que seguro es consciente por los continuados avisos recibidos por sus padres, que han hecho el importante desembolso económico. Si no es por solidaridad con sus progenitores, al menos, el niño lo lamentará por la regañina que puede recibir en caso de que las gafas se rompan.
Así, cada pequeña acción de la vida de un niño con alta miopía se magnifica y se convierte en un mundo. En un mundo diferente e injusto, limitado por una línea divisoria de la que los demás no suelen ser conscientes. Pero el niño con magna sí.
LOS PROFESORES, ALIADOS DE LA SALUD VISUAL
Cada semana, los niños pasan una cantidad de horas más que significativas en el colegio. En esos largos períodos tienen que desarrollar actividades de diversa índole que pueden ser claves para detectar de manera temprana posibles problemas visuales. Un niño que entrecierra los ojos para ver mejor la pizarra, o que pega la cara al papel cuando escribe, o que se queja de continuos dolores de cabeza, o que tropieza demasiado con obstáculos es un niño que puede tener algún defecto visual que necesita ser corregido. De ahí que el papel del profesor sea esencial para actuar rápida y eficazmente en el diagnóstico del menor. No solo los padres pueden ser vigilantes de la salud visual de los pequeños, sino que los educadores, por las horas compartidas y, en especial por la diversidad de acciones que desarrollará el niño en el colegio, pueden ser y de hecho son una pieza clave a la hora de detectar anomalías en la visión. La buena comunicación entre el profesorado, las familias y los alumnos es fundamental. Tener aliados que velen también por la salud visual de nuestros hijos es clave para atajar lo antes posible los problemas oftalmológicos (y de otra índole, por supuesto).
SOBRE LA IMAGEN, LA AUTOESTIMA Y LAS PALABRAS HEREDADAS
No falla. Cuando a un niño le ponen gafas, durante los siguientes días (y semanas) va a vivir en un bucle digno de El día de la marmota. Familiares, vecinos, amigos, profesores e incluso compañeros de clase le repetirán sin cesar unas frases comodín acordadas de manera tácita, pero que se van heredando generación tras generación. Y así, el niño escuchará una y otra vez que si tiene un aspecto más intelectual, que si ahora está mejor con las gafas, que, de todas formas, se puede poner lentillas más adelante… Y es que el uso de gafas puede ser traumático para los más pequeños y, en especial, para los adolescentes, un sector muy centrado en su propia imagen. En este segundo caso, el uso de lentillas puede ser una solución. Sin embargo, dicha solución no siempre está al alcance de todos. Alergias, molestias y pequeñas heridas oculares, entre otras causas, pueden dificultar e incluso imposibilitar el uso de lentillas. En estos casos, los adolescentes con miopía magna no tienen más remedio que utilizar las gafas. Ir sin ellas no es una opción. O, mejor dicho, no debería ser una opción. Sin embargo, el golpe a la vanidad propia de esos años de adolescencia que hace de la autoestima un daño colateral provoca que algunos adolescentes con dioptrías elevadas opten por arriesgarse a ir sin gafas. Y aquí hay que subrayar la palabra «arriesgarse» porque esta elección es, precisamente, un riesgo que puede tener consecuencias catastróficas. Una persona con miopía magna que no usa corrección de ningún tipo está expuesta a los siguientes peligros y dificultades:
- √ Accidentes de tráfico por no ver bien las señales ni al resto de peatones y conductores.
- √ Tropiezos y caídas en la vía pública que pueden conllevar lesiones de mayor o menor importancia.
- √ Desorientación. El no ver con claridad las calles puede hacer que uno pierda su camino y acabe en un lugar desconocido.
- √ Dificultad para realizar tareas de la vida cotidiana como comprar, leer etiquetas de los productos, usar medios de transportes públicos, cocinar, coser…
- √ Problemas para relacionarse. La baja visión puede conllevar situaciones sociales incómodas. Una persona con alta miopía tiene problemas para discernir los rostros de los demás. Esto puede llevarle a dudar de si alguien le está hablando a él o a otra persona que esté ubicada cerca. Hay que recordar que, en el caso de las personas con ceguera, es una norma de cortesía tocar levemente su brazo al hablarles por primera vez o al marcharse para que sepan quiénes están presentes a su alrededor en todo momento. Aunque es cierto que todavía queda mucho camino en este sentido. Más de una persona con ceguera se ha quedado hablando al aire sin saber que uno de sus interlocutores se había marchado ya.
Todo esto, por desgracia, puede derivar en una pérdida de confianza en el afectado y un duro golpe a su autoestima. La principal consecuencia de esta situación es la renuncia a diversas actividades físicas y sociales, renuncia que puede ir en aumento según el niño y adolescente crece y experimenta nuevas y estresantes situaciones. El no tener pleno control de su autonomía puede suponer un grave problema para el buen desarrollo social, físico, afectivo y mental del individuo que padece miopía magna.
ESPEJO, ESPEJITO…
Puede parecer un tema intrascendente, tras los problemas que ya hemos señalado anteriormente, y sin embargo, para las jóvenes y adolescentes es fundamental.
Hablamos del maquillaje.
Es un ritual social, una forma de dejar atrás la infancia y gritar al mundo que uno ya es mayor, que ha subido de categoría. La adolescencia es un período complicado, de grandes transformaciones, profundas inseguridades que se tratan de disimular y una inconmensurable necesidad de pertenencia a un grupo. Preferiblemente a un grupo social bien considerado.
El maquillaje es, para las chicas, un primer paso para autoafianzarse en esa nueva etapa que se les presenta. Aplicarse sombra de purpurina, hacerse un delineado griego o simplemente ponerse unas pestañas postizas son pasos complicados cuando te acompaña la miopía magna. Si tienen la suerte de poder usar lentillas, pueden darse con un canto en los dientes, porque se libran de una complicación más en su vida. Pero cuando no poseen la opción de las lentillas, por alergia, intolerancia o cualquier otra razón, entonces tienen un problema. Y es que, por más que peguen la cara al espejo, deben ser muy habilidosas, pero mucho, para plantarse una buena raya que, además, ha de ser simétrica con la del otro ojo, ese que no ven porque está demasiado borroso. Ni qué decir tiene que no todas las adolescentes están dispuestas a maquillarse (a intentarlo al menos) con la cara pegada al espejo ante la mirada de sus amigas. No es una posición fácil. De ninguna manera. Es, por tanto, complicado que una chica con miopía magna puede participar de ese momento sagrado y de unión que se da entre las adolescentes que se reúnen para maquillarse y compartir técnicas de belleza. Nuevamente, la afectada debe o bien depender de alguna amiga que la pueda maquillar, o bien renunciar una vez más en la vida a algo que le apetece.
A todo esto, no hay que olvidar que el maquillaje, sobre todo en los ojos, no suele lucirse muy bien que digamos cuando está detrás de unos cristales gruesos. Y es que, tristemente, la miopía magna no casa bien con algunas modas.
MODA Y GAFAS. ¿UN 2X1? PERO NO PARA TI
Las gafas han pasado de ser un objeto de ayuda visual a un complemento de moda. O, para ser más precisos, estos dos usos de las gafas conviven sin ser excluyentes entre sí. Y sin embargo, los dos públicos que se originan en el sector de la óptica están bien separados por esa línea injusta y discriminatoria de la que los pacientes con miopía magna son cada vez más conscientes. De tal forma, cuando una persona sin problemas visuales o con pocas dioptrías entra en una óptica tiene ante sí todo un mundo de posibilidades en forma de monturas de diferentes estilos (ovaladas, cuadradas, rectangulares…) y colores. Y no solo eso. Estos clientes cuentan, además, con atractivas ofertas que hacen que salgan de las tiendas con varios pares de gafas. Todos hemos oído hablar en alguna ocasión de ese famoso 2×1 en gafas graduadas (o sin graduar) al que, para más inri, puede acompañar algún descuento de un tanto por ciento en los cristales de la segunda montura. Todo un chollo. Un chollo, digo, para estos primeros clientes, los que no tienen problemas visuales o apenas dioptrías. Para los otros, los afectados por la miopía magna, no hay chollo, sino un infierno. Ir a una óptica a comprar unas gafas puede ser una experiencia poco grata. Da igual que uno se encuentre con el personal más atento y amable del mundo. Elegir unas gafas teniendo miopía magna abre los ojos sin piedad a la limitación que también se sufre en el mercado de las ópticas. El problema está, como se apresuran a explicar los ópticos, en que los cristales de alta graduación son gruesos y, por tanto, no son factibles para todas las monturas. A veces, en algunas ópticas, no queda más remedio que elegir no lo que le gusta a uno, sino lo que le sirve. Otro punto negativo en la vida de las personas con miopía magna. Y no es poca cosa. Las gafas son algo que llevamos en plena cara, a la vista de todos. Tener que cargar con una montura que no era la deseada es, sin duda, un golpe a la propia vanidad. Y da igual lo terco que sea el cliente con alta miopía y lo mucho que insista en un modelo en concreto. Si no es posible adaptar unos cristales gruesos a una montura, el (buen) óptico va a luchar hasta hacerle entrar en razón. Y por muy empecinado que uno pueda estar, lo cierto es que puede considerarse afortunado si finalmente el óptico le gana la mano y le consigue unas gafas que aguanten los cristales pesados y disimulen lo más posible el grosor. La lección que sacan las personas con magna al visitar las ópticas es que la alta miopía reduce las elecciones y no queda otra más que apretar los dientes y aguantarse.
Además, por si fuera poco, todas esas llamativas ofertas del 2×1 quedan fuera del alcance de los clientes con magna, puesto que sus dioptrías rebasan el límite establecido en la letra pequeña de dichas promociones. Así que no solo tienen una selección limitada de monturas, sino que están excluidos de ofertas interesantes y, para poner la guinda al pastel, hay que tener presente el precio desorbitado de las gafas. Porque cuando se padece miopía magna no se pueden usar unos cristales normales, como los del resto de la gente. En dicho caso, son precisos unos cristales con condiciones especiales, que no hagan que los ojos parezcan que van a salirse de las órbitas o den un aspecto tristón. Los ópticos, asimismo, siempre recomendarán cristales irrompibles, porque no es lo mismo que se rompan unas gafas de cincuenta o cien euros, propias de las personas con poca miopía, a que les pase algo a unas gafas de más de mil euros de una persona con miopía magna. Lo dicho, ir a comprar gafas es toda una prueba de paciencia y resistencia mental. Y de conformismo, por supuesto.
LOS TORPES, GRACIOSOS Y FEOS. LOS REFERENTES GAFOTAS DE NUESTRA CULTURA
Clark Kent (Superman), Vilma (la de la franquicia de Scooby Doo, no la de Los Picapiedras) y Rompetechos. ¿Qué tienen en común estos personajes? Exacto. Todos llevan gafas. Bueno, claro, Superman solo en su versión humana de Clark Kent. La respuesta parece muy obvia. Lo es. Es lo que respondería la mayoría de la gente. Lo que pocos acertarían a contestar es que lo que tienen en común estos personajes es algún rasgo de simpática y graciosa torpeza relacionado con el uso de las gafas. Vamos a analizar estos referentes de la cultura con la que algunos hemos crecido y que han conformado el imaginario común sin que hayamos sido conscientes.
Empecemos por el superhéroe.
Superman no lleva gafas, como dijimos. Es un superhombre, está por encima de toda la humanidad. Es fuerte, guapo, poderoso, prácticamente invulnerable (kryptonita aparte, claro). Su visión es perfecta. Incluso lanza rayos por los ojos. Así que Superman en absoluto necesita gafas. Pero sí las lleva en su identidad de Clark Kent. El cambio de una personalidad a otra, como sabemos, empieza con el simple acto de ponerse o quitarse las gafas. Al contrario que su versión kryptoniana, el joven periodista ha sido retratado la mayoría de las veces como una persona algo insegura, poco asertiva y a la que le falta la firmeza que exuda su alter ego. Y, por supuesto, Clark Kent es incluso algo torpe. En la película de 1978, Christopher Reeve encarna una de las versiones más atolondradas de Superman. Así, en una escena que discurre en la redacción del Daily Planet y en la que conoce a Lois Lane, lo vemos forcejear inútilmente con una botella que su compañera periodista le arrebata de las manos para facilitar su apertura. Tras la ayuda de Lois, Clark consigue abrir la botella derramando, eso sí, todo el contenido sobre su elegante traje. Y así, a él y solo a él le veremos tartamudear, titubear, tropezar o tirar objetos. Sí, el espectador sabe que lo hace a posta, que es parte de su coartada para esconder su superidentidad, pero esto no deja de ser la máscara de Clark Kent. Las gafas, la principal característica de la apariencia física de Kent va de la mano con la torpeza, la principal característica de la personalidad del periodista.

Captura de pantalla de un episodio de Scooby Doo que muestra al personaje de Vilma buscando sus gruesas lentes y sin percibir el peligro a su alrededor
Vilma Dinkley (en inglés conocida únicamente por su nombre, Velma) es un personaje ficticio de la compañía estadounidense Hanna-Barbera Productions famoso para varias generaciones que han crecido con los misterios de la pandilla de Scooby Doo. Su papel dentro del grupo de jóvenes investigadores es el del cerebro que resuelve normalmente los enigmas. Es inteligente, escéptica… y miope. Muy miope. A pesar de la seriedad de este personaje, con ella se usa repetidamente el recurso de alivio cómico. Por supuesto, este alivio cómico se deriva de un gesto de torpeza con sus gafas. No son pocos los capítulos en los que la joven investigadora pierde sus lentes y, mientras el caos se desata en la escena, con sus compañeros huyendo de los villanos a su alrededor, ella queda de rodillas tanteando el suelo en busca de sus gruesas lentes al tiempo que repite como un mantra que no ve sin ellas. Paradójicamente, esta escena, que hoy nos puede parecer insensible, es un reflejo de una realidad pasada. En el concepto inicial de este personaje no se habían añadido las gafas. Estas se incorporarían tras una reunión entre los guionistas y los creadores con los actores que iban a dar voz a la pandilla protagonista. Fue aquel día cuando Nicole Jaffe, la actriz elegida para interpretar a Vilma, y que guardaba un destacable parecido físico con su homóloga ficticia, protagonizó la anécdota que daría origen al gap cómico y torpe de Vilma. En un momento dado, a la actriz se le cayeron las gafas, tras haberse frotado los ojos. La joven, nerviosa, exclamó: «¡¡Mis gafas, no puedo ver sin mis gafas!!». Este momento que, para una persona con baja visión es más que angustioso, fue recogido y reproducido por los guionistas en varios capítulos de la serie. De tal manera, esta amarga escena real quedó reconvertida en una escena cómica en la ficción. Y una vez más, este momento icónico del personaje enlaza el uso de gafas con gestos de torpeza.
El tercer caso que tratamos es el de Rompetechos, el protagonista de las historietas que el dibujante Francisco Ibáñez concibió en 1964. Este personaje es un hombre bajito, despistado y, sobre todo, miope. Y son, precisamente, los conflictos y enredos que se derivan de su gran miopía los que sustentan las tramas de cada una de sus historietas. Cabe decir que décadas atrás, mucho antes de adentrarnos en la denominada generación de cristal que vivimos hoy día, ya hubo voces que acusaban a Ibáñez de insensible por su burla y estigmatización constante hacia la miopía. El dibujante, por su parte, se defendió alegando que el personaje era una caricatura de sí mismo, que también padecía miopía, y que solo buscaba la risa fácil a través de un arquetipo reconocible. Y precisamente este arquetipo que une la graciosa torpeza y personajes miopes es uno de los más destacados que hemos heredado generación tras generación, reproduciéndolo a lo largo del tiempo en nuestra cultura.
Pero no solo Ibáñez contribuyó a darle fuerza y convertir la miopía (y a los grandes miopes de paso) en un chiste, sino que también otros tantos personajes de ficción han favorecido que las gafas se asocien a otra desafortunada característica: la fealdad. Es inevitable recordar a todos esos personajes que han pasado un proceso de transformación tipo Cenicienta. En dicho proceso, son representados como feos en el antes, donde, por supuesto, cuentan con gafas. Dichas gafas se pierden en esa transformación de patito feo a cisne. En la cinta Princesa por sorpresa, de 2001, Anne Hathaway se pone en la piel de una plebeya poco agraciada llamada Mia Thermopolis, que descubre que es una princesa con gran potencial de cambio físico. Las gafas desaparecen en el camino hacia su bello después. En la famosa telenovela, adaptada en varios países, Bea la fea, la protagonista también tiene su momento Cenicienta en el que las gafas no tienen cabida una vez que pasa del antes al después. Y por poner un ejemplo más de tantos que hay, el famoso Steve Urkel, de la serie conocida en España como Cosas de casa, también se deshace de las gafas cuando se transforma en Stefan gracias a esa extraña máquina producto de la invención del personaje del antes, del Urkel con gafas, el torpe y gracioso.
La consecuencia de haber repetido estos modelos a lo largo del tiempo es que se ha asentado en el imaginario común una creencia de que las personas con gafas son torpes, graciosas y/o feas. Y estos adjetivos (des)calificativos son los que les llegan a los niños en general y a los pequeños con miopía magna y gruesas lentes en particular. Son estos segundos los que quedan desfavorecidos en el reparto de referentes en los que verse reflejados. Y así, los niños sin problemas visuales salen ganando con representaciones magníficas de héroes imbatibles y triunfadores envidiables. Por el contrario, los niños con miopía magna y lentes gruesas deben conformarse con identificarse con personajes torpes, graciosos y/o feos. En definitiva, mientras que los primeros se llevan a Superman, los segundos deben conformarse con Clark Kent.
CONCLUSIONES: SIN BANDERAS ROJAS. EL FALLO DE TODOS
La conclusión principal de este trabajo es simple y ya hemos ahondado en ella: la miopía magna ha sido la gran olvidada de la oftalmología. A lo largo de mi vida, he pasado por numerosos especialistas de diferentes campos de la medicina general, la oftalmología, la óptica, la contactología… y ninguno de ellos levantó una bandera roja al problema del crecimiento imparable de las dioptrías. Ni siquiera le pusieron nombre. Hasta muchos años después, no me enteré de que había una denominación para lo que me pasaba: miopía magna.
Lamento decir que me fallaron todos los sectores. No tuve ninguna explicación clara y concisa de lo que me ocurría. Ningún tratamiento médico efectivo. Ningún plan educativo sobre las necesidades como estudiante con problemas visuales. Ninguna preparación ni preaviso para los obstáculos que encontraría en la vida. Ninguna alerta sobre las enfermedades graves que podían derivarse en el futuro por la miopía magna. No tuve, como tantos otros niños con altas dioptrías, ninguna compensación. Ni siquiera era consciente de mi situación de desventaja. Lo que sí tuve fueron los perjuicios de la miopía magna: las limitaciones a la hora de jugar y hacer ejercicio, el miedo de quedarme en una situación vulnerable si se me rompían las gafas, la poca selección de monturas, las burlas y comentarios desafortunados sobre el grosor de mis cristales, el coste elevado de los cambios de gafas, la merma en la autoestima, los referentes culturales reducidos a burlas y chistes fáciles… Todo esto es parte de mi historia con la miopía magna. Es solo una voz de tantas que hay aún silenciadas en un tema que no ha despertado el interés suficiente de la comunidad científica, sanitaria, psicológica, educativa, social e incluso familiar, y que, por desgracia, sigue siendo un gran desconocido. Esta es, sin duda, una situación lamentable, pero también preocupante. La miopía magna, por más que muchos piensen que no tiene gran importancia porque puede corregirse con unas gafas o lentillas, va aparejada a enfermedades graves de los ojos. Detrás de algunas de esas patologías oftalmológicas cuyos nombres da miedo pronunciar, está la miopía magna. Por esto mismo, es fundamental que, en una sociedad cada vez más miópica, se tracen planes de actuación en todos los sectores participativos. Desde las familias, a los centros educativos, pasando por las propias consultas médicas y llegando incluso a los creadores de la cultura. Que los padres lleven a revisiones periódicas a los niños, que los colegios formen en el respeto por aquellos que llevan esas gafas raras de cristales gruesos e ideen formas seguras para que ningún niño se automargine en los juegos, que los médicos se comuniquen de manera clara y concisa, y que la cultura nos dé nuevos referentes a los que podamos admirar. Este es un trabajo de equipo que nos necesita a todos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ya lo ha avisado. Para el año 2050, la mitad de la población mundial será miópica. Y de ellos, un 10 % tendrá miopía magna. No ver que esto es un problema es, sin duda, la mayor ceguera que puede sufrir la sociedad.
A 2021 aún estamos a tiempo.
A tiempo de cambiar los datos.
A tiempo de lanzar planes y estrategias.
A tiempo de ser más justos.
A tiempo de salvar ojos y mejorar vidas.
Asociación Mácula Retina.